Misterios de la cruz
LA META DEL CAMINO DE LA CRUZ
Cristo es el Señor; obra por bondad, no por justicia; por amor, no según
el mérito. Por eso en su manera de obrar se esconde una justicia superior a la
justicia humana; incomprensible para nosotros, pero la única que nace del amor,
que no brota de la letra de la ley, sino del Espíritu.
Nosotros también tenemos que
recorrer el camino de nuestra vida igual que San Pablo: debemos aceptar
pacientemente la debilidad con que Dios ha cargado nuestras espaldas y confiar
sólo en Él. Incluso los pecados que Dios ha tolerado, debemos llevarlos
humildemente en penitencia, para que Cristo pueda mostrarse en nosotros como
Redentor y Salvador. Si fallamos con tanta frecuencia y si nuestras fuerzas son
tan exiguas y mezquinas, alegrémonos, porque de esa manera el hombre, en
nosotros, se hace pequeño, y Dios, en cambio, grande. Muchas veces Dios nos
hace llevar ciertas cargas a lo largo de toda la vida, para que seamos humildes
y clamemos: "En ti, Señor, confío. No sea yo nunca confundido" (Salmo
30,2; 70,1).
Como expresa la parábola del
Sembrador, Dios da su gracia a todos. Aparentemente, desparrama sus dones sin
cuidado, sin fijarse en qué manos caen. Aquí aparece de nuevo la gran
responsabilidad humana: aun cuando dependa en todo de la misericordia divina,
Dios no exige al hombre más que una sola cosa: estar abierto a Cristo. El que
se cierra dentro de sí mismo, endureciéndose y enterrándose en su Yo, recibe la
gracia en vano; no lleva fruto. Aun la misma fuerza de Dios nada puede con un
corazón endurecido. Dios es impotente frente al soberbio. Por lo tanto, no
acusemos a Dios, si es que no damos fruto Dejemos que abra surcos en nuestro
corazón el arado de la misericordia de Dios. La humildad y el amor deben
preparar el alma para recibir todas las semillas y proporcionarles suelo
adecuado a fin de que pueda crecer. El hombre endurecido está rodeado por la
gracia de Dios y, sin embargo, permanece impasible.
LA CRUZ DE CRISTO SOBRE LA TUMBA
DE ADÁN
Junto a Cristo, estrechísimamente
unida a Él, está la Esposa pura y obediente, la virgo sponsa Ecclesia, la nueva
Eva, la Iglesia Virgen y Esposa. Los dos juntos forman el único Cristo
espiritual. En torno a Él está el paraíso con el nuevo árbol de la vida, la
Cruz gloriosa, cuyo fruto da vida eterna. El plan redentor de Dios ha quedado
concluido en este segundo y eterno Adán.
Todo lo que en la tierra es duro
y áspero -dolor, enfermedad, sufrimientos, servidumbre, persecución, hambre,
flaqueza, angustia, muerte...-, es para nosotros un camino hacia Dios, un
retorno a la salvación. Mientras el camino del primer Adán y de sus
descendientes lleva al desierto de la cuaresma de este mundo y allí se pierde,
cerca corre otro camino, la senda del segundo y último Adán. Es a primera vista
un camino semejante en todo al primero, que lleva al nuevo Adán igualmente al
desierto, donde es tentado por Satanás. Pero existen también diferencias. El
camino del primer Adán arrancaba del Paraíso y, después, a causa del pecado,
desembocaba en el desierto. En cambio, el camino del segundo Adán empieza en la
pobreza y el desamparo, en el frío del pesebre, en la persecución y en las
amenazas, para finalizar en el Paraíso celestial de Dios.
Nada puede acercarnos más al
verdadero Dios que el dolor del Sievo de Yahvéh, el cual nos revela las
profundidades y la santidad divinas, que de otra manera hubieran permanecido
ocultas para nosotros por toda la eternidad. Precisamente porque el Amor y la
Santidad de Dios son tan grandes, cualquier alejamiento y negación de este Amor
es algo terrible y espantoso. El santo amor de Dios quiere comunicarse y
hacerse con lo suyo, pues no busca nada que no le pertenezca.
La Cruz de Cristo es la única
solución de todos los enigmas, siendo el mayor de todo el dolor y la muerte que
nos acarrea el pecado. Pero desde que el Hijo de Dios murió en la Cruz por
amor, el dolor ha perdido su mayor horror demoníaco que es la desesperación.
Aun cuando nuestra cruz siga siendo áspera y dura, sabemos, gracias a la Cruz
de Cristo, que de ella está suspendida solamente nuestra parte terrena, que
debe morir si queremos llegar a la felicidad de Dios. Tan pronto como haya
muerto, empezará la nueva vida.
Al Hijo de Dios en el Antiguo Testamento y en la Liturgia, se le llama
"el que viene". Su vida nunca es cosa pasada, sino que está viniendo
continuamente para llevarnos al Padre; la vida de Dios y la de Cristo siempre
vienen. Es verdad que ahora el yugo del Señor agobia mucho; pero más tarde, si
es llevado con paciencia, se convertirá en yugo nupcial de amor. ¿Quién no
amará un camino que lleva a bienes tan grandiosos, aun cuando al principio sea
empinado y pedregoso? Cuando en la cruz muera nuestra vida terrena juntamente
con Cristo, amanecerá para nosotros el día de la vida eterna en Dios.
LA VERDADERA ORACIÓN DE LA CRUZ
Cristo Resucitado aparece con las
manos extendidas, pero que ya no se encogen dolorosamente en la Cruz, sino que
abrazan victoriosamente a todo el mundo y lo atraen hacia Sí.
Así como Cristo fue ensalzado a
la gloria del Padre por su humillación, también los que están "en
Cristo" solamente pueden ser ensalzados por la humildad de la Cruz. Porque
la nueva vida que trae el Señor es tan superior a la vida terrena que no se
puede llegar a ella si no es a través de la muerte espiritual. Por eso se hizo
Jesús obediente: renunció a la afirmación de sí mismo, incluso hasta la muerte:
hasta la entrega de lo más grande que tiene el hombre, es decir, el
"yo", que, al menos, quiere defender siempre su existencia. Es más;
se hizo obediente hasta la muerte de Cruz: hasta la suprema ignominia, fue
cancelado violentamente, arrojado de entre los hombres, colgado entre el cielo
y la tierra, condenado como un malhechor. Nada terreno quedó en El; fue
verdaderamente aniquilado: "He sido reducido a la nada" (Salmo 72,
22). Mas en el momento en que murió al mundo, empezó a vivir para Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario