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13 ago 2013

El Miseterio de la Cruz



                                       Misterios de la cruz
                             LA META DEL CAMINO DE LA CRUZ

Cristo es el Señor; obra por bondad, no por justicia; por amor, no según el mérito. Por eso en su manera de obrar se esconde una justicia superior a la justicia humana; incomprensible para nosotros, pero la única que nace del amor, que no brota de la letra de la ley, sino del Espíritu.

 Nosotros también tenemos que recorrer el camino de nuestra vida igual que San Pablo: debemos aceptar pacientemente la debilidad con que Dios ha cargado nuestras espaldas y confiar sólo en Él. Incluso los pecados que Dios ha tolerado, debemos llevarlos humildemente en penitencia, para que Cristo pueda mostrarse en nosotros como Redentor y Salvador. Si fallamos con tanta frecuencia y si nuestras fuerzas son tan exiguas y mezquinas, alegrémonos, porque de esa manera el hombre, en nosotros, se hace pequeño, y Dios, en cambio, grande. Muchas veces Dios nos hace llevar ciertas cargas a lo largo de toda la vida, para que seamos humildes y clamemos: "En ti, Señor, confío. No sea yo nunca confundido" (Salmo 30,2; 70,1).

 Como expresa la parábola del Sembrador, Dios da su gracia a todos. Aparentemente, desparrama sus dones sin cuidado, sin fijarse en qué manos caen. Aquí aparece de nuevo la gran responsabilidad humana: aun cuando dependa en todo de la misericordia divina, Dios no exige al hombre más que una sola cosa: estar abierto a Cristo. El que se cierra dentro de sí mismo, endureciéndose y enterrándose en su Yo, recibe la gracia en vano; no lleva fruto. Aun la misma fuerza de Dios nada puede con un corazón endurecido. Dios es impotente frente al soberbio. Por lo tanto, no acusemos a Dios, si es que no damos fruto Dejemos que abra surcos en nuestro corazón el arado de la misericordia de Dios. La humildad y el amor deben preparar el alma para recibir todas las semillas y proporcionarles suelo adecuado a fin de que pueda crecer. El hombre endurecido está rodeado por la gracia de Dios y, sin embargo, permanece impasible.


                  LA CRUZ DE CRISTO SOBRE LA TUMBA DE ADÁN

 Junto a Cristo, estrechísimamente unida a Él, está la Esposa pura y obediente, la virgo sponsa Ecclesia, la nueva Eva, la Iglesia Virgen y Esposa. Los dos juntos forman el único Cristo espiritual. En torno a Él está el paraíso con el nuevo árbol de la vida, la Cruz gloriosa, cuyo fruto da vida eterna. El plan redentor de Dios ha quedado concluido en este segundo y eterno Adán.

 Todo lo que en la tierra es duro y áspero -dolor, enfermedad, sufrimientos, servidumbre, persecución, hambre, flaqueza, angustia, muerte...-, es para nosotros un camino hacia Dios, un retorno a la salvación. Mientras el camino del primer Adán y de sus descendientes lleva al desierto de la cuaresma de este mundo y allí se pierde, cerca corre otro camino, la senda del segundo y último Adán. Es a primera vista un camino semejante en todo al primero, que lleva al nuevo Adán igualmente al desierto, donde es tentado por Satanás. Pero existen también diferencias. El camino del primer Adán arrancaba del Paraíso y, después, a causa del pecado, desembocaba en el desierto. En cambio, el camino del segundo Adán empieza en la pobreza y el desamparo, en el frío del pesebre, en la persecución y en las amenazas, para finalizar en el Paraíso celestial de Dios.

 Nada puede acercarnos más al verdadero Dios que el dolor del Sievo de Yahvéh, el cual nos revela las profundidades y la santidad divinas, que de otra manera hubieran permanecido ocultas para nosotros por toda la eternidad. Precisamente porque el Amor y la Santidad de Dios son tan grandes, cualquier alejamiento y negación de este Amor es algo terrible y espantoso. El santo amor de Dios quiere comunicarse y hacerse con lo suyo, pues no busca nada que no le pertenezca.

 La Cruz de Cristo es la única solución de todos los enigmas, siendo el mayor de todo el dolor y la muerte que nos acarrea el pecado. Pero desde que el Hijo de Dios murió en la Cruz por amor, el dolor ha perdido su mayor horror demoníaco que es la desesperación. Aun cuando nuestra cruz siga siendo áspera y dura, sabemos, gracias a la Cruz de Cristo, que de ella está suspendida solamente nuestra parte terrena, que debe morir si queremos llegar a la felicidad de Dios. Tan pronto como haya muerto, empezará la nueva vida.

Al Hijo de Dios en el Antiguo Testamento y en la Liturgia, se le llama "el que viene". Su vida nunca es cosa pasada, sino que está viniendo continuamente para llevarnos al Padre; la vida de Dios y la de Cristo siempre vienen. Es verdad que ahora el yugo del Señor agobia mucho; pero más tarde, si es llevado con paciencia, se convertirá en yugo nupcial de amor. ¿Quién no amará un camino que lleva a bienes tan grandiosos, aun cuando al principio sea empinado y pedregoso? Cuando en la cruz muera nuestra vida terrena juntamente con Cristo, amanecerá para nosotros el día de la vida eterna en Dios.




                            LA VERDADERA ORACIÓN DE LA CRUZ

 Cristo Resucitado aparece con las manos extendidas, pero que ya no se encogen dolorosamente en la Cruz, sino que abrazan victoriosamente a todo el mundo y lo atraen hacia Sí.


 Así como Cristo fue ensalzado a la gloria del Padre por su humillación, también los que están "en Cristo" solamente pueden ser ensalzados por la humildad de la Cruz. Porque la nueva vida que trae el Señor es tan superior a la vida terrena que no se puede llegar a ella si no es a través de la muerte espiritual. Por eso se hizo Jesús obediente: renunció a la afirmación de sí mismo, incluso hasta la muerte: hasta la entrega de lo más grande que tiene el hombre, es decir, el "yo", que, al menos, quiere defender siempre su existencia. Es más; se hizo obediente hasta la muerte de Cruz: hasta la suprema ignominia, fue cancelado violentamente, arrojado de entre los hombres, colgado entre el cielo y la tierra, condenado como un malhechor. Nada terreno quedó en El; fue verdaderamente aniquilado: "He sido reducido a la nada" (Salmo 72, 22). Mas en el momento en que murió al mundo, empezó a vivir para Dios.


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